Había resultado una historia corta y absurda. Una historia llena
de incoherencias, frustraciones y desacuerdos, pero ella se había sentido tan
completa, tan llena de vida, había sentido tanto placer que las piezas del
puzle no sólo no habían encajado, sino que se habían quedado tiradas encima de
una mesa abandonada, esperando ser redescubiertas.
Se preguntaba por qué la gente ponía etiquetas a las emociones.
Antes ni tan siquiera se había parado a pensar en ello. No le molestaban, pero
no le parecían justas. No se identificaba con el grupo y la sociedad la había
hecho miembro honorífico. En cualquiera de los casos, todavía estaba mareada
por el huracán que la había arrollado, le había dado cientos de vueltas hasta
perder el horizonte y ahora que se sentía cómoda en el centro del caos, la
había abandonado. El huracán llamado Raquel la había utilizado y ella se sentía
como el primer regalo que se abre en Navidad, que se desenvuelve con toda la
ilusión que un corazón es capaz de albergar, pero que queda escondido bajo el
árbol tras descubrir que hay más.
Aún con nauseas, Laura pensaba con amargura en la discusión que
había hecho que dejaran de verse. Raquel parecía muy seguro de cuanto decía y
no dar señales de vida durante tanto tiempo reafirmaba la frase espetada antes
del portazo que cerraba el acto: conocerte
ha sido como comer basura y ya tengo indigestión.
Sonó el timbre insistente. Laura abrió con ira con la intención de
acallar el estúpido sonido que le estaba perforando el cráneo. Raquel estaba llorando
a mares y el rímel dibujaba figuras de tristeza en su cara. Laura solo pudo
abrir los brazos para recibir su cuerpo. Todas las palabras que había imaginado
decirle salieron corriendo como si fueran ratones huyendo de la luz encendida a
traición.




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