A veces me
siento a divagar en librerías y bibliotecas públicas, a leer prólogos y sinopsis
que probablemente nunca leeré o quizá decida llevarme y se resuelva como el
libro de mi vida. Y uso (que no gasto) mi tiempo en pasearme por las “calles”
de esa ciudad de libros que son las estanterías repletas de volúmenes y de
nociones que me rodean y me siento un poquito más feliz. Leo y releo piezas
escritas por escritores que no pongo cara o autores que puedo imaginar sentados
en sus mesas de diseño y pulcritud que parecen más un escaparate de una
carísima tienda de Nueva York que el escondite de un creativo. Y me recreo en
esas historias a las que pongo un punto de inflexión, una trama, un desenlace.
Y me doy cuenta de que todo cuanto deseo laboralmente es escribir. Puede que no
en una mesa de diseño, pero sí escribir. Escribir ficción o narrar al detalle
reportajes de guerra. Quiero informar, regalar palabras que emocionen a la
gente, hacer ver al público la verdad de lo que les rodea, hacer pensar a
través de mi relato, escribir verdad con la literatura.
Iremos al
Museo del Prado. Majestuoso edificio que ve caer las hojas en otoño y las gotas
de sudor en verano. Te va a impresionar tanto como lo hizo la primera ve que lo
vi. Columnas, arcadas y esculturas lo forman y custodian. Rodeado de una zona
verde cuidada hasta molestar, entraremos a un espacio al que parece no
importarle el tiempo ni la temperatura. Y veremos una historia de siglos y
colores colgando por doquier. Y te enamorarás del museo porque te conozco. Y
adivina qué. Las obras litográficas de Goya están en la exposición permanente. Recuerdo
cuando hace años tu hermano me enseñó los dibujos de Goya y me explicó cómo se
hacía. No entendí una sola palabra de todas aquellas explicaciones de grasas y
ácidos con las que tu hermano fanfarroneaba aun a sabiendas de que su público
era del todo inapropiado. Hoy ya puedo entender cómo funciona el proceso
aunque la imagen que creé de una piedra
descomunal con chorritos de grasa, agua y tinta me resulta mucho más graciosa.
Iremos al
Museo del Prado, e iremos porque es gratis en horario especial. Porque la gente
dice que la cultura no ocupa lugar y que es accesible para todos, pero mienten.
Porque eso lo dijo un rico con una casa de techos altos y enormes estanterías
repletas de libros, un hombre con hueco ornamentados en las paredes para bustos
y pequeñas esculturas, largas paredes donde colgar cuadros y fotografías de
gran formato, un hombre con preciosas
vitrinas de cristal impoluto donde guarda sin mota alguna de polvo ánforas y
brújulas chinas del siglo IX, un hombre con álbumes abarrotados de tickets de
vuelos, de recibos de restaurantes o entradas a museos, cines y teatros. Pero
amiga Sonia, por el momento, no somos
esa clase de gente. Porque la gente pobre como nosotras tenemos pequeñas
estanterías de Ikea que a duras penas aguantan el peso de los libros y vivimos
en pisos que son, sencillamente, de menos paredes.
Para cuando
salgamos del museo, querremos sentarnos a tomar algo y conozco el sitio
perfecto. Juraría que se llama “La tapería”. No conozco el sitio por su comida,
bebida, fama o recomendación. Conozco el sitio por “Juanpi”, un argentino de
Córdoba con ojos pequeños y mirada distraída al que le encanta hacer preguntas
inesperadas y que tiene una sonrisa tímida de dientes diminutos. De vez en
cuando voy a visitarle y a que me invite a alguna tapa de mini sándwiches de
jamón y queso. Es una persona que conozco a través de una amiga, pero tiene un
carácter que le hace tremendamente especial. Cuenta historias enigmáticas que
terminan en absurdos inesperados. Y tiene esa cultura que te da la vida, la que
llaman cultura de la calle, porque Juanpi no ha pisado una academia, una
universidad, apenas una escuela. Pero Juanpi es un “tío” culto, un “tío” que
sabe. En una ocasión me contó que Madrid era una ciudad única y peculiar porque
le ponían nombre hasta a las farolas,
que era una preciosa historia porque era en honor a un Rey y al
nacimiento de su hija. Dominada por la curiosidad, “googleé” en busca de
información y para mi sorpresa, descubrí que existe un estilo de farola
denominada “fernandina” en honor a Fernando VII, que tiene dos efes encaradas,
el número VII, una corona y la fecha 1832. Ya las verás Sonia, porque estás
farolas no se esconden.
Cerca de allí
está el parque de El Retiro. Es un lugar para perderse si no fuera por lo muy transitado.
Es una pequeña isla de naturaleza en medio de un mundo férreo y ruidoso. Tiene
muchos rincones y lugares que de alguna forma u otra se convierten en
especiales. En mi caso, si tengo que elegir es el busto de Francisco de Paula
Martí Mora. Puede que no coincida con mucha gente porque la estatua en sí no es
excepcional, no llama especialmente la atención o tiene una fama anómala. Es un
busto de un caballero del siglo XIX encuadrado bajo una pequeña estructura
geométrica de piedra que reza: “Currant verba licet manus est velocior illis
nondum lingua suum dextra peregrit opus”. La hiedra cubre parte de las letras y
transforma el mensaje dándole un aire de misterio que probablemente no vea
nadie más. Pero yo lo veo. Y pienso en aquel hombre valenciano que nació en un
pequeño pueblo y perfeccionó una nueva manera de escribir, ahí es nada.
Piénsalo Sonia, la taquigrafía redacta a la misma velocidad a la que hablamos
utilizando garabatos indescifrables para el hombre de a pie. Es un código, un
lenguaje secreto, y esa invención, esa nueva manera de escribir quedó en un
esbozo práctico para el mundo judicial y similares. ¡Qué injusto! Me siento
cerca de ese busto que la gente ignora por no conocer y que ni siquiera
despierta el más mínimo atisbo de curiosidad por conocer y me molesta. Pero al
mismo tiempo siento un privilegio, una sensación de orgullo intelectual que
hace que la escena de aquel hombre que está allí mirando al horizonte viéndolas
venir, se convierta en algo íntimo y familiar. Es como si el cuadro de Las
Meninas colgara de una pared cualquiera y la gente no apreciara lo que ve y
pasara de largo. E imagino una conexión con ese hombre, aquel hombre que
descansa mirando al horizonte, viéndolas venir.
Amiga, muy
amiga Sonia, me despido con una reflexión melancólica, creo que como cada carta
que te escribo. Llegará el día en el que los libros físicos no existan. Los
ricos no necesitarán tantas lujosas estanterías, la gente en el metro sólo
llevará e-book´s, los niños no pincharán las burbujas del forro de los libros
al comenzar el curso, la gente no olvidará marca páginas en los libros
prestados de las bibliotecas. Llegará el día en el que no existan los
periódicos físicos. No se repartirán periódicos gratuitos a la entrada del
metro, no se envolverán vasos en las mudanzas, no se venderán periódicos
antiguos proclamando la instauración de la II República o la muerte de algún
escritor. ¿Cómo podrán espiar los detectives privados si no es tras un
periódico? Las hemerotecas serán aplicaciones en el móvil y no existirá el
carnet de investigador. Se buscarán las páginas de periódicos antiguos
deslizándose con el dedo sobre una pantalla pulcra y blanca con una manzanita
al otro lado de la pantalla plana. Pero, ¡si no existe el BOE impreso! Y se me
plantea una visión que me da un vértigo que se agarra al estómago. Una nueva
era de periodismo y comunicación se abre ante nosotras querida Sonia.
Evolucionamos y nos desarrollamos. Siéntete como Gutenberg ante su máquina de
imprenta sacando copias de la Biblia porque es el momento de acertar, más que
con el invento, con el método. Hay que estar preparadas.
Te espero a tu
llegada para emprender un viaje preparado para la improvisación.




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